¡Hoy es mi cumpleaños! Y tras un buen puñado de otoños, irremediablemente vuelvo a pensar en que esta vuelta alrededor del sol no es sólo para mí, sino también para la madre que me parió, en el más literal de los sentidos.
Hoy es también un día importante en la vida de ella, una mujer que celebra por trigésima-y-pico vez la llegada de su criatura a esta vida; pero sin embargo, ese sentimiento de celebración por el nacimiento de su ‘niña’, no la habita en el momento en que recuerda cómo fue para ella su primer y único parto. Para ella, no es un ‘cumple-parto’ feliz.
Y aunque parece un buen día para contarnos historias de parto y nacimiento, voy a guardar esta carta para jugarla en otra ocasión. No por la cuestión de que mi nacimiento no fue un tránsito fácil, bonito o siquiera digno para mí ni para mi madre por allá a finales de los ochenta, ni para mi padre (sí, ese señor médico con bigotazo imponente que se quedó lívido en cuanto le dijeron que tenía que acompañar a mi madre al paritorio); y que si me apuras, tampoco lo fue para las personas que nos asistieron en el hospital en aquellos momentos… Me guardo esta carta de storyteller porque es otra cuestión la que me brota hoy en esta mente de filosofanta empedernida que tengo.
Esto es, el asunto de lo que cuestan las cosas valiosas. No me refiero necesariamente al importe económico de lo que valoramos (que también es una parte de esta reflexión), sino a otras divisas con las que pagamos el alto coste de traer vida. Explico esto.
Lógicamente, no me detengo en aspectos casi cómicos como: «con lo que cuesta parir a un niño… ¡para que ahora se parezca al padre!» (frase súper popular con la que siempre sonrío, no lo puedo evitar… más cuando me pones un bigote y soy un clon de mi padre; mi madre cuando lea esto, seguro también se echa unas buenas risas). Sí me detengo de forma más concienzuda en el coste de implicación física, emocional, psicológica, social, etc., que supone para una mujer toda esta maquinaria de la maternidad.
No hablo sólo de lo trabajoso de un parto o de la maternidad como el constructo social contemporáneo de la mujer que cría. Mi mente hoy viaja hacia el origen, que es anterior a la crianza, al nacimiento y al embarazo incluso. Viajo mentalmente al enorme trabajo que cuesta la propia concepción de un/a hijo/a.
A mi madre le costó mucho, pero mucho, sobrevivir a un parto complicado, seguido más tarde de un puerperio vivido con pesar, miedo, desconocimiento, falta de dirección y absoluta soledad. Ya no hablemos de trabajar dentro y fuera de casa, criar a una hija y sostener lo que una familia necesita. Sin embargo, la concepción mental y espiritual de una bebé que finalmente nacería un lunes de noviembre, para ella no fue lo difícil. Esa concepción, cuando ya se hizo material, corpórea, para ella llegó de forma oportuna, sin esfuerzo, sin mil vueltas a la cabeza, sin búsqueda durante meses, sin decepciones tras cada menstruación que llega inexorablemente en contra del deseo de quien quiere ser madre, sin dudas sobre su fertilidad, sin procedimientos invasivos, medicamentosos ni quirúrgicos…
Y claro, de forma irresoluble, no puedo dejar de pensar todas esas mujeres que sí que tuvieron y están teniendo ahora mismo no sólo estas dudas y dificultades, sino estos costes tan altos para poder concebir, albergar y dar vida desde sus cuerpos capaces y dispuestos.
El año pasado, trabajando en una clínica dedicada a la reproducción asistida, me topé con un libro diseñado para niñxs (y no tan niñxs), que trataba sobre qué es la fecundación in vitro y mostraba en un tono amable, sencillo, puede que un tanto naïve, todo el proceso de la reproducción humana, biológica y asistida tecnológicamente.
Y hubo un par de páginas que me parecieron brillantes, os las muestro a continuación:

En idioma francés, casi nada más abrir el libro, te topas con una comparativa de qué supone para una mujer y para un varón la reproducción asistida. Y es que, por obvio que pueda parecer, me resulta muy impactante ver resumido en ese cuadrito en colores pastel y adornado con dibujos cute, lo mucho que le cuesta a una mujer resistir todo este periplo, en cuestiones de dolor físico, pérdida de intimidad, inversión de tiempo (y dinero), preparación física y hormonal, y como remate que resume muy bien todo esto, esa barrita en rojo que dice «dolores de cabeza», en un sentido figurado.
Yo viendo esto, compañeras, me caigo de culo, honestamente. Como mujer, como hija y como profesional, me da vueltas la cabeza cuando pienso en este asunto que os decía del precio de las cosas que más valoramos.
Miles de mujeres al año, pasan por procedimientos de reproducción asistida por lo mucho que les está costando concebir a su criatura (ya otro día, daremos luz al desgaste y coste para las donantes de ovocitos…). Y no puedo decir que sabiendo lo costoso de estos procedimientos, que permean a una mujer a tantos niveles, yo pueda afirmar que hay un acompañamiento adecuado, perspicaz, suficiente, disponible y digno para estas mujeres.
Sé que es muy descorazonador verlo así, que esto es lo que hay día sí, día también. Y si no te lo comes hoy, te lo comerás mañana.
Es a esto a lo que hoy mi mente viaja, rebobinando la cinta marcha atrás a través de la adolescencia, infancia, nacimiento, gestación y más allá del origen de mis células: ¿a cuánto tenemos ya el precio del melón de la maternidad?
Como diría el Dr. Gervás: en fin. Creo que es un tema muy interesante para seguir filosofando, para inquietarnos y poderlo debatir, escuchar y compartir, especialmente entre mujeres que han sido tocadas por la reproducción asistida. Nosotras, en las propuestas que hacemos desde Nativas, cada último sábado de cada mes, abrimos un espacio en el que poder conectar y dar rienda suelta a nuestras historias de búsqueda de la maternidad, del coste de las cosas valiosas y de lo caro que está el kilo de melón.
Si te apetece venirte a abrir melones sabrosos como éste, siéntete bienvenida y cuéntanos qué piensas tú de toda esta reflexión.
