Iniciábamos nuestra última newsletter hablando sobre ese sistema que no amaba a las mujeres, de la ira que nos genera en todos los sitios, a todas horas, en todos los planos, y de lo hasta el coño que nos tienen estas circunstancias. Nos preguntábamos: “¿y qué hago yo ahora con toda esta mala hostia?”
Y ahí está una buena piedra angular: con lo que tengo disponible, en este preciso instante, ¿qué puedo, qué necesito y qué quiero hacer? Son tres cuestiones perfectamente diferenciadas y que reciben, respectivamente, tres respuestas recurrentemente automatizadas: “poco o nada”, “no lo sé” y “liarme a palos”.

Desde este planteamiento, lo que encontramos es francamente desolador, pues no es más que un manojo de sensaciones que circulan en bucle en torno al desconocimiento o la falta directa de recursos, a la nula o baja capacidad que sentimos para cambiar la situación, a la pura parálisis e inacción, a la duda, a la culpa, al estallido de emociones que nos consume la energía de que disponemos, y a la censura.
Y es ésta última la que a este podrido sistema que no nos ama ni trata nada bonito, le flipa. La puñetera censura. La censura a tu vestimenta. La censura a cómo vives en familia (o no). La censura a tus decisiones, a tus palabras, a tus silencios, a tus conductas. La censura dirigida hacia tu cuerpo.

Es ahí, en nuestro cuerpo, donde radica y se asienta mucho de lo que nos conecta con todo ese malestar, hondo y en apariencia mudo, un malestar hacia el que, durante años, hemos ido generando una tolerancia bestial. Para sobrevivir a estas situaciones que nos dejan iracundas, atónitas y paralizadas, hemos desarrollado una altísima tolerancia, nos hemos convertido históricamente en alto-tolerantes a toda esa violencia, ya sea directa, obvia y escandalosa, o sostenida, soterrada e invisible.
Hay mucho en nuestro lenguaje que ya nos lo pone a la vista: “es que me ponen del hígado”, “me sale fuego por la boca”, “se me revuelven las tripas”… “Es que me pongo mala”
¡Es el cuerpo hablando! Nuestro cuerpo es muy honesto, y tiene tanto que decir… Toda información que estamos manejando, que nos vamos encontrando fortuitamente, la que nos tiran encima, toda aquélla que nos vamos guardando casi sin querer… nos va cayendo al cuerpo, que estando en perpetuo contacto con esta censura sistémica, ¿qué opciones encuentra?
En numerosas ocasiones lo que hacemos es enmascarar lo que estamos experimentando, nos mimetizamos con esa censura y, llevándola de la mano, la dirigimos sin pretenderlo como un misil con el objetivo puesto en nuestro propio eje, hacia lo que vertebra de lo que somos, arrasando con todo lo que nos sostiene (“nah, si yo estoy bien”, “un mal día lo tiene cualquiera”, “acostúmbrate, esto es lo que hay”).

Vamos poniendo capa sobre capa, enmudeciendo y cristalizando todo esto en nuestro cuerpo sin darle escucha, cuna o una salida que nos sea nutritiva, sin poder sacar partido a la función que tiene toda esa rabia, que es un motor creativo, energizante y que nos hace aún más autónomas y capaces; pero total, “calladita estás más guapa”, “menuda histérica”, “no seas machorra”… ¿sigo?
Bajo el peso de toda esta censura, terminamos hechas polvo, cansadas, enfermas, tristes, silenciadas, mordiéndonos la lengua hasta que nos envenenamos, o hasta que la única salida que le damos es inmolándonos, detonando emocional o verbalmente, quedando convalecientes y crónicamente disreguladas.
Y si no, igualmente ya se encarga nuestro cuerpo de mandarnos ese mensaje que estamos desoyendo, somatizando todo ese cúmulo de asuntos irresueltos, todas esas palabras y emociones atascadas. Todo ello mientras tratamos de seguir funcionando a todo dar, con nuestra mente en modo extractor de humo, metiendo ruido a toda potencia, día sí, día también.
Es entonces cuando encontramos una discrepancia enorme entre lo que proyectamos hacia fuera (ej.: “no soporto que la gente se me acerque”, “cuando me quedo en silencio, siento que no puedo relajarme”), y lo que corporalmente se expresa.
En Nativas, cuando acompañamos, ya sea durante la maternidad o en sesiones de terapias complementarias, lo vemos constantemente: tras pedir permiso y entendiendo el respeto que el cuerpo de otra persona merece, ante un instante de contacto cuidadoso, firme, con intención de mera escucha corporal… encontramos que automáticamente aparece la respiración profunda, el suspiro, el bostezo, la verborrea en la que vomitamos todo lo que traemos y nos sobra, y entramos gradualmente en la expresión sincera del placereo, en esa postura que pierde tensión, en el ‘ronroneo’, en el “uh, que se me cae la baba, tú”.
Es ahí, en el cuerpo y todas sus informaciones, donde podemos encontrar muchas herramientas válidas que nos acerquen un poco más a la expresión productiva de la rabia, a las ideas que clarifiquen nuestra mente y nuestro discurso, sin tantos empujes y tirajes, de forma mucho más dichosa.
Nos queremos vivas y bien gozosas, ¿qué hacemos, hermanas? ¿Nos quedamos atascadas, muertas del asco con ese runrún sin fin, o cambiamos la marcha y le damos cera a dinámicas que estas cuerpas hermosas se merecen?
Bienvenidas las opciones que cada una aporte, seguimos a la escucha ♥
